Salió de su casa con un aire optimista, triunfador. Sentía que, de alguna manera, el mundo era suyo. Estaba seguro de que nada ni nadie podría detenerlo, ya había ganado todo lo que había para ganar.
Caminó sin prisa pero sin pausa por un tiempo difícil de determinar; pudieron haber sido horas, o tan sólo breves minutos. No lograba comprender por qué, pero estaba teniendo una leve dificultad para llevar consciencia del paso del tiempo.
Ese día era diferente. Todo a su alrededor se movía en una frecuencia distinta a la normal, a la que estaba acostumbrado. Parecía no poseer las cosas de la misma manera que siempre. La gente pasaba a sus costados como una nube borrosa, distante, a una velocidad inmensurable. Le costaba enfocar las imágenes, nada se veía con claridad. Los párpados le pesaban, le pesaban demasiado. La ropa le quedaba grande. Sus zapatos ya estaban demasiado embarrados. Las cuadras le resultaban mucho más largas. Las calles no eran como las recordaba. Y la gente tampoco. Todos se movían más rápido que él, casi sin percatarse de su presencia.
De golpe, se sintió pequeño. Minúsculo. Se sintió...nada.
Se sentó en el banco de una plaza, abatido, desconcertado, desconsolado. En un abrir y cerrar de ojos todo lo que creía conocer había cambiado, y no encontraba la manera de adaptarse a este nuevo mundo que tocaba a su puerta. Miró sus manos torpes y cansadas, estaban arrugadas.
Una lágrima cayó débilmente de un ojo que creía haber visto todo, pero que en realidad no había visto nada. Entonces, su vida pasó caminando altanera por su lado, y le dedicó una breve mirada y una sonrisa de suficiencia. Y ese hombre que pasó sus años navegando en mares de ignorancia, sólo pudo preguntarse:
¿Cuándo fue que envejecí tanto?
qué triste! y qué genia!
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