martes, 11 de octubre de 2011

Fui a un mercado de pulgas y me compré una cajita de música y una religión de segunda mano.
De la cajita salía traviesa una pequeña bailarina que giraba y giraba en una posición graciosa pero elegante, con una sonrisa estática en su rostro, acompañando a la más dulce de las melodías. La podía tocar, la podía escuchar, hasta la podía oler si así lo quería. Era antigua, pero los años le daban su encanto.
La religión era distinta. Era mucho más vieja que la cajita, pero a ésta se le notaba lo usado. Estaba gastada, maltratada, hasta un poquito deshecha. A la pobre la habían usado muchas personas, había pasado por muchas manos, habían depositado su fe en ella personas que no conocía. Y algunas de esas personas, con ambiciones tenebrosas, habían hecho de ella un oscuro negocio. 
Las contemplé a ambas: la bailarina y la religión. La primera me transmitió alegría, pero sentí pena por la segunda y asco por mí misma. El saber que allá afuera había gente que derramaba lágrimas tan sólo al soñar con poseerla por unos breves instantes, mientras yo la tenía encarcelada en mi escepticismo, hacía flaquear mi dignidad.
Con mucho cuidado, agarré la religión y la puse dentro de la cajita. Le dí cuerda y la volví a abrir. La melodía comenzó a sonar y la bailarina a girar; y junto con ellas, la religión se elevó por los aires, dando vueltas y vueltas al ritmo de la música, graciosa pero elegante, con una sonrisa estática en su rostro.
Dando vueltas y vueltas por los aires...

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parido por cande